La niña que tocaba el violín, nadaba con gorras del Team USA y traducía para doctores: infancia de la Dra. Sara de la Rosa

En cada persona que logra tocar la vida de otros con su trabajo, suele haber una historia que comenzó en la niñez, cuando los sueños eran tan grandes como uno quisiera y no había límites para la imaginación. En el caso de la Dra. Sara de la Rosa, su infancia no fue solo una etapa feliz: fue la semilla fértil donde germinaron la lealtad, la fuerza, la determinación y el compromiso que hoy caracterizan a una mujer médica, madre, compañera y amiga.

Desde muy pequeña, Sara fue una niña seria y calladita, pero con una chispa de travesura que solo sus amigas sabían detectar. Tenía una observación aguda, una personalidad enfocada y un sentido de pertenencia que la hacía estar siempre lista para lo que viniera. Su mamá, una figura central en su desarrollo, la inscribió desde temprana edad a clases de natación. Cuando tenía seis años, Sarita —como era conocida— ya formaba parte de un equipo competitivo. Entrenaba varios días a la semana, soportando el cansancio y los nervios, pero siempre regresando al agua con entusiasmo.

“Una vez, mi entrenador, creo que se llamaba Gilberto, me dijo algo que nunca olvidé: ‘Si tú volteas a ver a tu competencia, pierdes tiempo. Enfócate en tu meta’. Esa frase me ha acompañado desde entonces, incluso cuando he querido tirar la toalla en mi carrera profesional.”

Ese tipo de enseñanzas no se olvidan, porque moldean la forma en la que una niña se enfrenta al mundo. Mientras nadaba, Sarita también tocaba el violín. El instrumento llegó a su vida de forma inesperada, durante un playdate con una amiga. Mientras otras niñas jugaban con muñecas, ella quedó hipnotizada por un pequeño violín Suzuki. Rogó a sus papás que le compraran uno, y ese mismo fin de semana la mamá de su amiga le prestó el instrumento.

Sara no supo cómo tocarlo, pero no importaba. 

“Me fascinaba. Lo llevaba conmigo a todos lados. En Navidad, Santa Claus me trajo mi propio violín, y desde ahí no paré.”

Lo que siguió fue una relación profunda con la música. Ella misma se exigía. Repetía una y otra vez la misma pieza hasta tocarla perfecta, desde la primera nota hasta la última. Y si cometía un error, volvía a comenzar. No necesitaba que nadie le dijera qué hacer. Lo hacía porque le apasionaba. Así, la autodisciplina apareció en su vida como una aliada natural, no como una obligación impuesta.

A los siete años, Sarita participó por primera vez en una asamblea escolar para tocar el violín frente a sus compañeros. A pesar de estar “muriendo de nervios”, levantó la mano y se inscribió. Le pidió a su mamá que no la regañara por haberse apuntado sin avisar, pero lo hizo de todos modos. Así era ella: nerviosa, pero entrona. Se subió al escenario con su instrumento en manos y se convirtió en “la niña del violín”. Al año siguiente, volvió a presentarse. Mucha gente la recordaba por ese apodo. Aunque hoy ya no lo toca, ese amor por la música aún la acompaña.

Pero no todo eran actividades artísticas y deportivas. Desde muy niña, Sara acompañaba a sus padres en labores de voluntariado. Cuando llegaban médicos de San Francisco o Los Ángeles para brindar servicios a personas migrantes o en situación vulnerable, ella —con ocho o nueve años— entraba a traducir entre inglés y español. Se sentía la intérprete oficial. Asistía a los pediatras en pequeñas intervenciones y aprendía de cerca lo que era cuidar a otros. Fue en esos momentos que la semilla de la medicina se plantó de forma definitiva.

“Me encantaba estar ahí. Era un ambiente en el que me sentía cómoda. Y me decía a mí misma: ‘Si no eres doctora, ¿entonces qué vas a ser?’”.

Ese impulso, nacido desde el juego y la empatía, se transformó con los años en una vocación sólida. Pero, como ocurre en toda infancia, también había fantasía. Sarita entrenaba con gorras del Team USA porque estaba convencida de que podría calificar para las Olimpiadas. Así como su hermana soñaba con bailar en el ballet de Moscú y su hermano con jugar un Abierto de tenis, ella también sentía que podía lograr lo imposible.

“Eso es lo más bonito de la infancia: sientes que puedes lograrlo todo. Y cuando algo te gusta tanto, preparas tus cosas desde un día antes. Mis papás nunca nos pusieron límites, siempre nos dijeron que sí a lo que queríamos intentar.”

Esa convicción inquebrantable la ha llevado hasta donde está hoy. Y quienes la conocen de cerca lo confirman. Su hermano, en un audio que conmueve, comparte:

“Desde su llegada aquel primero de marzo de 1981, sabíamos que había llegado algo especial a la casa, pero no esperábamos que fuera una fuerza de la naturaleza. Sara siempre fue independiente, protectora, observadora, guardiana y aprendiz de todo lo que la rodeaba. Desde pequeña tuvo la meta de convertirse en doctora. Y, obvio, que lo logró. Siempre fue una hermana que veía por los de la casa. Siempre ha sido una porrista mía, y de todos nosotros. La palabra que más me resuena es ‘protectora’. Porque lo hace hasta el día de hoy, siempre preocupándose por todos sin desenfocarse de sí misma.”

Quizás una de las anécdotas más entrañables que narra su hermano ocurrió cuando una de sus mascotas, Towi, se escapó de casa y se enfrentó a un perro mucho más grande. Sarita, sin pensar en el peligro, corrió a rescatarlo.

“No lo pensó ni dos veces. Dijo: ‘Ese es mi perro y yo lo voy a proteger’. Así ha sido siempre.”

Ese valor, ese compromiso con quienes ama, esa capacidad para mantener el foco sin compararse ni criticar a otros, son las cualidades que siguen distinguiendo a la Dra. Sara de la Rosa. Hoy, en el Día del Niño, mirar hacia su infancia no es un ejercicio de nostalgia, sino un acto de reconocimiento. Porque aquella niña valiente, musical, competitiva, amorosa y leal sigue viva en cada decisión que toma como adulta.

A veces, para entender quiénes somos, basta con recordar quiénes fuimos. Y Sarita lo sabe. Por eso, en momentos de duda, piensa en esa niña que se subía al escenario con el violín entre las manos, temblando de nervios, pero con una sonrisa que decía: “aquí estoy”.

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